Nacida el 29 de abril de 1936 en Avellaneda, Argentina, hija de inmigrantes judíos ucranianos, Alejandra Pizarnik (nombre que adoptó tras rechazar el de Flora) encarnó desde su infancia una dualidad desgarradora: la de habitar entre mundos —el legado europeo de posguerra y una identidad argentina nunca fully asumida— mientras lidiaba con el estigma del acné, el sobrepeso y una sensación crónica de desarraigo. Su obra, un testimonio visceral de angustia existencial, trascendió la mera expresión literaria para convertirse en un grito ahogado entre versos y pinceladas.
París: El refugio artístico y el abismo interior
En la década de 1960, Pizarnik encontró en París un efímero respiro. Allí, bajo la mentoría del pintor surrealista Juan Batle Planas, exploró el arte visual como extensión de su poética, plasmando en lienzos los mismos temas que obsesionaban sus escritos: la muerte, el vacío, lo onírico y la soledad. Sin embargo, la ciudad luz no mitigó sus demonios. Regresó a Buenos Aires sumida en una depresión profunda, agravada por insomnio y adicciones, que la llevaron a dos intentos de suicidio previos al desenlace fatal.
La voz de los despojados: Una poética del desconsuelo
Su escritura, descarnada y metafísica, desafiaba las convenciones. En poemarios como Árbol de Diana(1962) y Extracción de la piedra de locura (1968), Pizarnik construyó universos donde la palabra era tanto un salvavidas como un cuchillo: «Escribo contra todo y contra mí. Escribo desde el no lugar de mi ser». Autores como Julio Cortázar y Octavio Paz reconocieron su genio, pero también su fragilidad. Cortázar, tras conocer sus crisis, le rogó en una carta: «No te dejes vencer por las sombras».
El último acto: Un adiós cifrado en versos
El 25 de septiembre de 1972, a los 36 años, Pizarnik ingirió una dosis letal de barbitúricos en su departamento de Buenos Aires. Su despedida fue un poema escrito en el espejo: «No quiero ir / Nada más / Que hasta el fondo». Estas líneas, síntesis de su búsqueda perpetua, resumen una vida atravesada por el cuestionamiento radical de la existencia.
Legado: La vigencia de una voz insomne
Aunque su vida fue breve, su obra persiste como un faro en la literatura hispanoamericana. Poemas como «La noche» o «El deseo de la palabra» exploran con crudeza lúcida la condición humana, resonando en generaciones que encuentran en sus versos un eco de su propia fractura. Hoy, Pizarnik es símbolo de la poesía como acto de resistencia ante el vacío, recordándonos que incluso en el abismo, la palabra puede ser un frágil hilo de luz.