Sexo, sangre y santidad en la corte de los Romanov
Con olor a granja y verbo de iluminado, Grigori Rasputín irrumpió en la corte más opulenta del mundo como un intruso predestinado. Este campesino siberiano, apenas alfabetizado, dominó el arte de embelesar a una emperatriz desesperada, seducir a la nobleza aburrida y petrificar con su mirada a una dinastía en decadencia. Su hedor era tan real como su poder, y mucho antes del veneno, las balas y el hielo del Neva, su influencia —misteriosa, sucia, letal— ya hacía sangrar al imperio ruso desde sus entrañas.

Del libertino al "santo" errante
Su infancia transcurrió entre delitos menores y penitencias improvisadas. El apodo "Rasputín", que significa "libertino" en ruso antiguo y presagia "lo vas a lamentar" en el lenguaje de la historia, fue su primera profecía autocumplida.
A los 18 años, tras una supuesta conversión religiosa —más cercana a una epifanía post-resaca que a un llamado divino—, se autoproclamó strannik (peregrino errante), versión primitiva de un influencer espiritual. Su especialidad: vagar por monasterios, pronunciar frases crípticas y desprenderun aroma inconfundible. Pronto evolucionó a starets, un guía espiritual con supuestas capacidades para calmar, curar y enloquecer. Lo que le faltaba en educación formal lo compensaba con una mirada que los testigos describían como "un cruce entre Charles Manson y Buda en anfetaminas".

La conquista de San Petersburgo
Cuando llegó a San Petersburgo, entre 1903 y 1905, la élite rusa atravesaba una crisis espiritual tan profunda como su ignorancia médica. Fascinados por el ocultismo y cualquier manifestación del "alma rusa", los nobles vieron en este hombre sucio un oráculo campesino, la encarnación de la Rusia profunda que idealizaban sin conocer.
Su acceso definitivo al corazón del Imperio llegó a través del pequeño Alexei Nikolaevich, heredero al trono y hemofílico. Mientras los médicos imperiales improvisaban tratamientos, Rasputín aparecía, murmuraba algo y, milagrosamente, el niño mejoraba. No había magia, sino sugestión, carisma y, probablemente, el simple consejo de suspender la aspirina que le administraban. Para Alejandra Feodorovna, nieta de la reina Victoria y fanática de la espiritualidad rusa, aquello fue una intervención divina. Así nació "Nuestro Amigo": una figura tan necesaria como perturbadora.
Sucio, santo y seductor
La paradoja de Rasputín se consolidó: repugnante pero irresistible. Con uñas negras, barba sucia y modales toscos, poseía una mirada hipnótica que desarmaba a las aristócratas más refinadas. Mientras rezaba con unas, se acostaba con otras. Su teología era una mezcla de superstición, vodka y un principio inventado: "peca para ser perdonado".
En una sociedad saturada de falsedad cortesana, su suciedad representaba autenticidad. Su brutalidad era éxtasis; su grosería, revelación. Las damas de la alta sociedad lo adoraban precisamente por su asquerosidad, que les ofrecía un viaje a lo primitivo, una iluminación carnal.
El poder en las sombras
Cuando Nicolás II partió al frente durante la Primera Guerra Mundial, dejó el gobierno en manos de Alejandra, quien a su vez se dejaba guiar por Rasputín. El resultado fue catastrófico: ministerios ocupados por incompetentes, decisiones dictadas entre susurros místicos y un Estado que se desmoronaba al ritmo de plegarias etílicas.
Su poder, aunque informal, era innegable. No ocupaba cargos oficiales, pero los ministros le temían. No redactaba leyes, pero decidía nombramientos. El zar, débil de carácter, cedía para no contrariar a su esposa, y ella escuchaba devotamente al campesino de mirada hipnótica.
Una muerte tan excesiva como su vida
Rasputín acumuló enemigos como pecados. Su asesinato, en diciembre de 1916, fue tan teatral como su existencia: vino envenenado, disparos en el pecho, fuga sangrante, más balazos, golpiza, ataduras y finalmente un chapuzón en las heladas aguas del Neva. La lección: nunca subestimes la resistencia de un místico con aguante.
Los conspiradores, al mitificar su muerte, perpetuaron la leyenda del "santo maldito" que predijo el fin de los Romanov si su sangre era derramada por la nobleza. Meses después, los bolcheviques convertirían esta profecía en realidad.
El espejo sucio del imperio
Rasputín no destruyó el imperio ruso, pero se convirtió en el síntoma más visible de su decadencia. No fue un manipulador omnipotente, sino un oportunista en el pantano de la desesperación zarista. Fue barro disfrazado de milagro, y en el ocaso de un sistema corrupto, eso bastó para volverse indispensable.
Ni santo, ni sabio, ni demonio: Rasputín fue el espejo mugriento en el que se reflejó el último estertor de una autocracia incapaz de morir con dignidad.