Ver Maria de Pablo Larraín es como asistir a una ópera en la que la escenografía deslumbra, pero la trama no logra arrancarte del asiento. Angelina Jolie, envuelta en sombras elegantes y vestidos de época, camina por los pasillos de un París opulento como un fantasma que arrastra memorias de gloria y derrumbe. La cámara de Edward Lachman la persigue con una devoción casi religiosa —encuadres estrechos, blanco y negro que acarician cada arruga de su rostro—, pero por más que intenta, la película no alcanza a tocar el nervio de lo que hizo de Callas un mito.
Larraín, que en Jackie y Spencer supo diseccionar la fragilidad de mujeres bajo el peso de su propia leyenda, aquí parece cautivado por la superficie. La Callas de Jolie fuma con elegancia, mira al vacío con una tristeza estudiada, y en sus momentos más íntimos, sincroniza labios con grabaciones originales de la soprano. Es un homenaje técnicamente impecable, pero frío. Como si el director hubiese preferido momificar a la diva en vez de desnudarla. La escena en la que canta "Casta Diva" en un teatro vacío es un destello de lo que pudo ser: la voz de Callas resuena entre butacas desiertas, y por un instante, el dolor de una artista que sabe que su tiempo pasó se siente tangible. Pero es solo un instante.
El guion de Steven Knight se enreda en flashbacks que más que revelar, confunden. La relación con Onassis (Pierfrancesco Favino) se reduce a miradas intensas y diálogos que podrían estar en cualquier melodrama. ¿Dónde está la pasión destructiva que llevó a Callas a abandonar su carrera por él? ¿O la rabia de ser desplazada por Jackie Kennedy? Larraín elige el pathos fácil: la mujer abandonada, la voz que se apaga, la soledad en una jaula de oro. Es un retrato que se conforma con lo obvio, como si temiera indagar en las grietas más oscuras de su protagonista.
Hasta la estética, tan cuidada, termina abrumando. Los espejos que reflejan su soledad, los planos que la encuadran tras rejas invisibles, los silencios que se alargan como suspiros… Son recursos hermosos, pero repetidos hasta el cansancio. Al final, uno siente que la película es como la propia Callas en sus últimos días: impecable en la forma, pero vacía en el fondo.
Quizás el mayor problema sea que Larraín, al querer evitar los clichés del biopic convencional, cae en otro igualmente trillado: el de la "mujer atormentada por su pasado". La Callas real fue una guerrera que desafió convenciones, una perfeccionista que revolucionó la ópera. Aquí, en cambio, es una figura pasiva, navegando su dolor con una elegancia estoica que no basta para conmover.
¿Vale la pena verla? Si te fascina el cine como experiencia visual, sí. Lachman y Jolie hacen dueto en una partitura de luz y sombras. Pero si buscas entender a la mujer detrás del mito, quizás sea mejor poner un disco de La Traviata y dejar que su voz —la de verdad— cuente la historia.